No hace mucho que
leí:
“(…)
Hechas estas aclaraciones, sólo nos queda añadir que para las
generaciones nacidas a partir de 1970, el medio dominante de formación
intelectual es la pantalla de TV, junto a la de cine, y la fotografía.
Habituados desde niños a la yuxtaposición o montaje de imágenes, no observan
ninguna incongruencia en los actuales simulacros, y así pueden pasar de unos a
otros, incluso aunque sean colindantes, sin mostrar la menor perplejidad: para
ellos es como hacer zapping. Debe tenerse en cuenta, actualmente,
que un americano medio ha visto 350.000 anuncios por TV antes de cumplir los
veinte años. Un español, sin duda, muchos más. Para estas generaciones, como
demuestran infinidad de estudios psicológicos, la dificultad comienza cuando en
lugar de escanear imágenes se ven obligados a leer oraciones y a entender
enunciados racionales. La continuidad lógico-gramatical y la propia del
razonamiento les parece un ejercicio sumamente penoso.
Por otra parte, cuando se acepta vivir en el simulacro no hay ninguna obligación
de reaccionar moral o estéticamente en contra de lo inadecuado o de lo injusto.
Siendo una ficción, ¿qué razón habría para enfrentarse a ella? Quienes
viven positivamente en el simulacro han venido a este mundo a
divertirse, y toda la política educativa de los últimos decenios ha insistido
en el derecho a la diversión, al entretenimiento y lo lúdico, y, al tiempo, en
el rechazo del esfuerzo, la disciplina, la tenacidad y el sacrificio, unos
valores típicos de la etapa anterior, es decir, de la era de las vanguardias.
Concluyo con la peor de las conclusiones: el proceso actual de simulacro no se
puede sin duda detener por cuanto es democrático (en su acepción actual:
mayoritario) y satisface con toda exactitud las fantasías y deseos de los
ciudadanos del capitalismo posindustrial. En efecto, no ha sido diseñado por un
grupo de explotadores sin escrúpulos, como querría la hipótesis paranoica, sino
por grupos de expertos que trabajan activamente sobre dos escalas: la
investigación del deseo y la fantasía actuales, y la producción de deseos y
fantasías venideros en unos ciudadanos convencidos de su capacidad de decisión.
(…)”
Lo escribe Félix de
Azúa en la revista Sileno 14-15 dedicada a la No-ciudad.
En primer lugar
tendríamos que establecer un nuevo marco temporal que se rige por unas nuevas
normas y que sufre otras condolencias consecuencia de las primeras aquí
expuestas, pero que derivan en algo un pelín más terrible –si cabe. Dicho esto,
pasamos a intentar a-dicotomizar el discurso. Y entiéndase que
es algo dicotómico –dentro de lo bueno. Es decir, requiere de algunos matices,
que trataremos de esbozar someramente. Sobre todo por hablar de generaciones.
Decir que las generaciones post70
no saben leer enunciados racionales es, como poco, atrevido. Es atrevido pero
no desacertado, pero tampoco cierto del todo. Lo cierto es que hay una cantidad
de jóvenes y jóvenas que se echan a temblar frente a un texto, otra cantidad
que directamente no ha superado la etapa de la SuperPop (basta con echar un vistazo a las
redes sociales) y otros tantos que dicen leer el periódico cuando el ejercicio
que realizan se limita a sintetizar titulares. Luego vienen los que leen y
asienten como mulas de carga, o que no asienten pero les sale un sentido
crítico que es más visceral que crítico; y aquello es incluso peor que asentir
sin más. Y quizá, finalmente, haya un porcentaje que lea, piense, razone, ponga
en crisis y vuelva a pensar, y puede –que no siempre– que luego opine… La
incapacidad de comprender estos enunciados lógicos preocupa. Y por
lógico debemos entender que superamos los silogismos proposicionales
aristotélicos. En cualquier caso, tratar de esbozar siquiera este panorama nos
llevaría lo que este ensayo no admite: demasiado.
El proceso de
simulacro es absolutamente democrático, por cuanto satisface a todos. Hasta
aquí bien. Ofrece un abanico de posibilidades virtuales bajo las
cuales se esconden hilos que nadie (y entiéndase que nadie no tiene más remedio
que ser alguien[es]) maneja, las cuales pierden la entidad del sujeto eidético
en aras de un cuasi-sujeto que cree ser absolutamente libre.
Un cuasi-sujeto que cree ser dueño de sus decisiones y
de sus movimientos, que afronta con actitud positiva los
problemas y trabas que le ofrece esta sociedad sobre-irreflexiva.
Que no es ni más ni menos reflexiva que cualquier otra, solo que sobre lo que
se reflexiona ya tiene una capa de falsedad imprimida. A saber: alguna vez
existió lo real, y tal vez se diferenciaba de su representación. En otro
tiempo, la representación se convirtió en el sujeto de proyección de toda
realidad existente. Ahora, existe una representación de lo representado, lo que
viene siendo una doble falsedad sobre la que caminamos como si los cimientos
fueran firmes. Y si, como dice Félix, lo doblemente representado es palpable y
satisface nuestros deseos/fantasías, ¿en qué momento se nos ocurriría
cuestionar aquello? ¡Ni pensarlo!
Y, sobre lo
representado y lo que representa habría que reconocer la aptitud de producir
cosas, y poner en mérito la capacidad de las nuevas generaciones para trabajar
y manipular con este tipo de herramientas que –correctamente utilizadas– pueden
convertirse en armas que combatan el cambio de un plano supuestamente inferior
y de menor importancia (lo cual podríamos debatir). Sin olvidar que la mayoría
de lo que se produce en este terreno es desechable, de poca o ninguna calidad,
simplemente consecuencia de la irreflexividad. Los procesos de zapping y
de collage, sin tener demasiado que ver –a priori– están
profundamente relacionados. El zapping se ha convertido en la
forma de vida pura y dura de la sociedad contemporánea. La manera de consumir
cualquier tipo de producto es puro zapping. Y lo más grave viene
cuando ese producto es cultura o arte. La manera de escuchar música, por
ejemplo, es zapping sin más. Ha sido comentado, por parte
de muchos, que el problema principal con el que nos encontramos hoy en día es
la falta de tiempo. Y me van a permitir que diga que la cuestión no es el
tiempo sino la necesidad. Tiempo hay, lo que no hay es necesidad de amar y
escuchar la música de verdad. De hecho, la necesidad de ahora es absolutamente
lo contrario: pasar rápidamente a otra cosa. Y así con la pintura, la
literatura, la escultura, la arquitectura y todas las turas de este mundo, que diría Cortázar.
También con el cine. También con las imágenes. Las
imágenes constituyen un estrato bastante importante del mundo contemporáneo.
Sin embargo, podríamos decir que éstas están empobrecidas, tal vez banalizadas,
completamente vacías, que son un terrain vague más de la sociedad
contemporánea, a las que no se les dedica tiempo alguno, motivado de nuevo por
la falta de necesidad, insisto. Y las imágenes reclaman que se les dedique
tiempo, para poder ser comprendidas, aprehendidas.
Nótese que no es un
discurso nostálgico, sino preocupado. Y preocupado no quiere decir ni más ni
menos que eso: preocupado (preocupar: acepciones tercera, cuarta y quinta del Diccionario
de la RAE). Que vivamos en un constante simulacro no es algo que nos deba
inquietar, ya que viene pasando durante mucho tiempo y, de momento, parece que
puede funcionar, que tiene que ser así, y que seguirá siendo así durante algún
tiempo. Lo que preocupa es la pérdida eidética y de conciencia individual, que
aflora en planteamientos empobrecidos, baladíes, triviales si se quiere, y que,
además, no generan ni despiertan nada en sus autores que
los pongan en crisis.
De todas formas, lo
importante aquí reside en la manera de crear y consumir cultura
o arte: los textos, los dibujos, las pinturas, las esculturas, las
arquitecturas, las películas, las imágenes… exigen tiempo. Tiempo para ser
creadas, y esto ha de entenderse: no es el tiempo de la realización como
ocurría en etapas anteriores, sino el tiempo de la gestación y maduración de
los conceptos que rigen la obra. Porque una buena obra de arte –en tanto que no
es buena si no genera un cierto grado de modificación o alteración en el sujeto
que la contempla– ha de haber sido creada con tiempo, y, por tanto, solicitará
del mismo para llegar a ser comprendida y asimilada por el espectador. Tiempo
de pensamiento. Antonio Machado pone en valor el ejercicio del artesano frente
a la rápida producción posindustrial. Ese tiempo que dedica el artesano en su
ejercicio de ablandar el material con las manos, de moldear el barro, de pulir
la piedra o de amasar lentamente lo que luego serán dulces, es el tiempo que
reivindico –lógicamente actualizado y dentro de un contexto contemporáneo– y
que, desde luego, creo necesario.
Del mismo modo, también creo necesario lo que dice Ignasi
Solá-Morales en Territorios,
en relación a las teorías de Guy Debord: "Por último, como sostiene Guy
Debord, ante la impotencia de colocarse frontalmente contra la sociedad del
espectáculo y la universal mercantilización de cualquier actividad o producto,
solo cabe la astucia y la deriva.
Astucia para moverse con más agilidad, ingenio y rapidez que la máquina
universal del mercado. Deriva como forma alternativa de moverse en el cuerpo,
minado de los sistemas de poder que, ineludiblemente, van a registrar cualquier
propuesta incorporándola al mercado universal de la simulación y el
consumo." Esto es, ser capaces de somorgujarnos en ese mundo infoxicado
(que no es más que el que tenemos) y, haciendo buen uso de la conciencia
(selectiva y discriminatoria), poder elaborar un mapa propio.
Somos felices con
bombardeos (zapping) de imágenes en las que vemos nuestras necesidades
resueltas, que –a su vez– nos identifican con un modo de vida en el que nos
encontramos cómodos (en el que nos hacen encontrarnos cómodos, asignándonos a
cada uno una identidad que, por supuesto, no nos es
propia: somos lo que los demás quieren que seamos); con bombardeos
de canciones que nos alegran un rato, un día, como mucho un mes y con suerte un
año (que ya luego vendrá otra mejor); con algún que otro textillo
de pacotilla que anuncia lo tremendamente fantásticos que somos y lo preparadas
que están nuestras generaciones, porque sabemos manejar programas informáticos,
hablar idiomas y navegar por Internet con una soltura antes no
vista; con incitaciones a una autocrítica que muchas veces se queda en decidir
si el de raso o el de lentejuelas… Una bonita ración de prejuicios, media de
una estupenda ausencia de sentido crítico, un toque de falta de tiempo porque
tenemos muchísimas cosas más importantes que hacer antes que pararnos un rato
ante las cosas; y todo en su salsa: no tener la necesidad (y he aquí por lo que
no podemos culpar a nadie, ya que esta no-necesidad es
inducida) de poner en crisis las cosas. Y, repito, esto no es nostálgico, sino
preocupado. Un simple diagnóstico más.