22 ago 2010

Damas de marrón no, gracias.


¿Van a seguir ahí, así, mucho tiempo, verdad? Díganmelo.


Les he dicho mil veces que no compartimos centro, pero es que ni siquiera nuestras esferas se rozan. Y contra eso, poca cosa: usted ahí; yo aquí.


Las damas de rojo seguían así, ahí, todo el rato, y sin decir nada, o sin nada que decir. ¿Qué ve usted? – le digo. Y con su respuesta hallé su radio, igual a poco más que su etérea vida, de perspectiva forzada y ambigua. Una billetera por montera y dos hipotecas de por vida; esto es, una indigestión por mi parte. Que no puedo.


Contrariamente, soy verde, y mi radio creciente, y más ahora que se avecina Septiembre. ¿Qué ve usted? – me dices. Veo tantas cosas… Añil tejido sobre tela de lienzo, en sinfonía con su conjunto. Y, a coro, una pareja feliz y una fachada decadente como telón… Verde y rojo… ¡puff! Mejor me voy. Vámonos.


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A usted, le conozco muy bien. Demasiado bien, y piensa que su vestido rojo es bonito. Y que, por eso, es alguien; y que, por eso, vive. Y le diré que no es así, como lo vengo haciendo unos casi veinte años: que usted no vive, ni es nada de lo que piensa. Es algo, llámalo vapor. , entendida, ¿ya sabes qué pasa con el vapor, no? [Y lo peor, que a la hora de las farolas, todos somos iguales, lo cual me irrita y me produce la peor de las impotencias; a la par que me calma y me produce la más serena de las serenidades.] El vapor es telúrico-reincidente, ni piedra ni gas noble: untrustworthy.


En los bailes de la corte del XVIII nunca permití, como esteta, que se mezclaran damas de verde y rojo. Y sus faldones jamás se rozaron. Y así sea.